sábado, 30 de abril de 2016

Salamina, ¡verdes entre la niebla!

Era como un ascenso directo al cielo, en plena cordillera central cerca a las puertas de Dios, allí  se podía respirar ese aire sublime que solo de la verde montaña puede brotar, de la exhalación de los pulmones de la tierra directo a los pulmones dentro del pecho, en donde el aire ya caliente se transformaba en energía pura a través de la sangre en nuestras venas y directo al corazón. Íbamos transitando por los serpenteantes caminos dignos de la geografía colombiana, de una de las zonas cafeteras más ricas del país, también abundante en caña de azúcar y de hermosos ejemplares vacunos, pues los diferentes pisos térmicos permiten desde la panela, energizante natural, hasta la leche fresca directa de la teta de la vaca acariciada por laboriosas manos campesinas. Al fin después de casi 4 horas de viaje desde la ciudad de Pereira, llegamos a Salamina, municipio ubicado al norte del departamento de Caldas, declarado por la Unesco como Monumento Nacional y Patrimonio Histórico de La Humanidad, gracias a sus paisajes cafeteros. Así empezábamos  la cacería de uno de los 21 pueblos más lindos de Colombia, según un artículo publicado recientemente en el diario español El País, perteneciente al grupo Prisa.

                              

                                                

Desde la entrada al pueblo se empiezan a apreciar las hileras de casas perfectamente decoradas con materas en sus balcones y vivos colores en sus fachadas, la plaza parece tener un techo verde gracias a los frondosos árboles que la enmarcan, la hermosa arquitectura de casas coloniales como fiel reflejo de la pujanza de los ancestros colonizadores, permite confirmar los varios títulos otorgados gracias a su belleza y conservación. La temperatura no podía ser más perfecta para saborear el mejor café del mundo proveniente de las pequeñas  fincas locales y para abandonarse tan solo a observar, a respirar y a divagar en pensamientos aletargadosLa actividad se reducía a niños montando en sus bicis, las señoras asomadas en ornados balcones, los locales debatiendo acerca del precio del café y un sorpresivo matrimonio que se celebraba en ese momento al interior de la hermosa iglesia blanca reconocida como uno de los más bellos conjuntos arquitectónicos del estilo románico de la región.

                                   


                                   


                                                   


                                    

                                             


Silvio el perro líder, y tras él Juan, Carmen, Raquel y Frida, demás integrantes de la manada, salieron  a recibirnos a través de un pequeño y empinado camino que conduciría a la finca Alto Bonito. Por último Martín, el anfitrión, hombre joven, simpático, de buenos modales  y de apariencia descomplicada estuvo atento y presto, siempre cuidando que los perros no nos importunaran con su olfateo y juegos. La casa, es una finca en forma de L de esas típicas  de campo antiguas, construida en el tradicional  bahareque y techo en teja de barro. Atestada de flores y de una decoración muy sui géneris, con su toque muy particular y adecuada para la estadía de los huéspedes que hemos tenido la fortuna de conocerla. Se podía respirar el aire fresco de la montaña y sentir la humedad  de la fría tarde sabatina. Tras una amable conversación, una limonada y un par de cafés, íbamos intercambiando experiencias mientras que los perros nos olfateaban y cuidaban celosamente a su amo y al confortable lugar. La noche y el frío nos dominaron, no sin antes recorrer la casa y de apreciar un atardecer como el que solo se ven por estas frías tierras. Después de una plácida noche, la sorpresa nos la dio a la mañana siguiente una espesa neblina que cubría el lugar, sin poder ver más allá de 3 metros, y con el ojo afilado, cámara en mano, todo fue  magia. El paisaje se dejaba entrever en colores opacos tan dramáticos como interesantes a la inquieta lente. Después de esa sesión, otro café aromatizado con cardamomo y con el ojo agradecido, nos montamos un nuestras bicis con la idea de recorrer los 30 km que separan a Salamina de La Samaria, pasando por el pueblo de San Félix reconocido por su variedad de lácteos. De este  lugar nos habían contado que  encontraríamos  la Palma de cera, árbol nacional, en su estado de bosque virginal, en una zona más hermosa aún que la que se encuentra ubicada en el Valle del Cocora, en el departamento del Quindío. Yo, como quindiana de pura cepa y orgullosa de mi palma de cera me resistía a creer que fuese superada en belleza y portento. Con esa meta en mente, Pau y yo iniciamos nuestro pedaleo en un largo ascenso de 3 horas, cada pedalazo nos permitiría acercarnos aún más al cielo y a ese bosque a través de una hermosa ruta de verdes lejanos y cercanos. Una vez llegamos a nuestro destino, pudimos constatar con gran asombro la veracidad de la belleza y solemnidad del lugar. Aunque las palmas son más bajas en altura que las de Cocora me atrevería a afirmar, muy a mi pesar, que las superan en belleza y frondosidad, una paz sublime que rompe el silencio sólo con el helaje del viento. Solo restaba inhalar profundamente y traernos ese aire puro en los 150 millones de alveolos que conforman cada uno de nuestros pulmones.