Hoy es un día de reflexión. De inhalar
profundamente, con los ojos cerrados y preguntarnos por qué suceden o no los
acontecimientos a nuestro alrededor. Cómo es que cada decisión que tomamos nos
lleva infaliblemente a un determinado (¿o planillado?) desenlace? Nos detenemos
a pensar en lo frágiles y vulnerables que nos convertimos ante las amenazas de
lo que no podemos controlar.
Esta vez escribimos desde la
nostalgia por haber perdido, en nuestra nueva casa, todos los “gadgets” o juguetes
tecnológicos, en donde teníamos almacenadas algunas memorias, imágenes y escritos
de algunos viajes, recuerdos familiares, risas, fiestas, eventos, reuniones,
ceremonias y rituales. Mas que lo material, es el malestar de solo pensar que aquellos
intrusos estuvieron por varios días observando nuestros movimientos, esperando
el momento oportuno, la invasión a la intimidad en nuestra pequeña casa
campestre en la que, creíamos, seria nuestro pequeño paraíso y refugio, una
finca alejada del ritmo acelerado de la ciudad, rodeada de atardeceres de
colores, cantos de aves, y amaneceres con la luna pintada sobre un fondo
rojizo, tal y como lo habíamos imaginado. Era uno de nuestros sueños hecho
realidad.
Ya nos íbamos adaptando a los sonidos tanto diurnos como nocturnos de
los animales, perros, loros, pericos y gallos en la mañana; grillos, sapos y
lagartijas en la noche. La casa, nos atrajo desde que la visitamos por primera
vez. Pequeña, apacible, rodeada de prados verdes y en la parte posterior de la
casa un encantador y ruidoso guadual que nos arrullaba al ritmo del viento de
la tarde. La magia llegaba en las noches cuando las luciérnagas hacían su danza
iluminando la copa de lo más alto de una palmera, como si fuesen luces
intermitentes de esas que adornan las noches navideñas.
A nuestra llegada
hicimos reparaciones, pintamos, sellamos, remendamos y preparamos la chimenea
del salón, que nunca se usó. Se nos quedaron en nuestra mente el imaginario de
las reuniones que tendríamos con nuestras familias y amigos. Los asados, las
fiestas y las tertulias amenizadas por una buena cena y un buen vino o un té
caliente
Las hamacas fueron ubicadas estratégicamente,
de tal manera que pudiésemos disfrutar de los hermosos atardeceres pereiranos.
Yacko, nuestro perro, se iba adaptando mientras que correteaba al perro de al
lado e iba marcando su territorio de macho alfa. El mandarino nos regalaba cada
mañana sus frutos directamente del palo ubicado a unos pocos metros de la
entrada. Hicimos planes para podar,
fertilizar y abonar los árboles que se veían un poco abandonados y poseídos por
las telarañas de las que los habitaban. Las noches eran tranquilas, frescas y románticas,
perfectas para soñar en los planes del futuro
Nuestras hamacas quedaron
abandonadas, desubicadas, meciéndose por la brisa de esa tarde, pues nuestra
reacción inmediata fue recoger de nuevo las cajas que ni siquiera habíamos
terminado de desempacar de la mudanza de siete días atrás. Después de la
impotencia vino la reflexión, nuestros mejores momentos siguen intactos en
nuestros recuerdos, entendimos que el gozo de la vida y la tranquilidad se
pierde fácilmente pero que la vida continua y ahora el reto es relatar esta
historia con estas letras, con el propósito de llevarlos a ustedes a aquel sitio del que no quedó mucho
testimonio fotográfico.
Lecciones, muchas… todas, tal
vez. La vida se nos puede ir en un solo segundo, el momento adecuado tiene que darse cuando el destino y el
universo así lo dispongan, sin forzar a la naturaleza, asi la mayor lección que
nos queda es el desprendimiento de las vanidades de lo material.
*fotos tomadas con teléfono móvil
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